Guerrear y negociar con las FARC: ¿tragedia sin desenlace?

Ricardo García Duarte

proceso de pazEs cierto, todavía con apacible polisarcia, pero muy circunspecto, Marcos Calarcá, negociador de las FARC, ha dado un parte de tranquilidad, lo cual no está nada mal: “Aquí en La Habana nadie ha intentado levantarse de la mesa”. “Todo sigue su curso normal”… como en cualquier mesa técnica de Planeación Nacional, podría agregarse, si se piensa en ese aire de sosiego profesoral con el que el hombre hace su afirmación.

Sin embargo, el ascenso en las amenazas mutuas y en los ataques reales no deja de poner de manifiesto las dificultades estructurales de una negociación en la que los enemigos siguen combatiéndose mientras conversan, algo que no es necesariamente fatal; pero que sí lo puede llegar a ser, si además, como sucede, no hay indicios ciertos de que la fuerza subversiva haya llegado a la convicción de transformarse solo en partido legal; y por otra parte de que las élites gobernantes estén en disposición de darse realmente la pela en materia de transformaciones agrarias. Son todos estos los desencuentros que aun anidan en la base que da lugar a las vulnerabilidades del proceso de paz.

Ahora, como si faltaran razones para inquietarse por las negociaciones en La Habana, las FARC les sembraron un minado adicional. Sin hígados, sus comandantes no sólo reconocieron que su grupo hizo prisioneros a dos policías; además soltaron la bomba de que “se reservaban el derecho” a retener a los militares que cayeran en sus manos. Por cierto, deslizaron en su comunicación amenazante la idea de que a sus ojos no estaría derogada su fatídica “ley” sobre secuestros extorsivos con miras al recaudo criminal de sus finanzas.

Si en algún momento hubo quienes imaginaron que La Habana iba a ser esencialmente distinta a El Caguán y que en esta ocasión las conversaciones llevarían directo a una paz firmada, la equivocación no podía sino nacer de unos deseos bien intencionados que sustituían la crítica razonada sobre las leyes de la guerra y la negociación.

La agenda y la guerra cotidiana

El pre-acuerdo alentador en torno de una agenda entrañaba sin embargo un defecto en el dominio que se tiene sobre el campo visual del proceso. Ocultaba otra faceta de la negociación; su cara oculta de la luna; esto es, el trámite mismo de la guerra, no menos importante que los asuntos programáticos en los que hay que hacer concesiones.

Se trataba de un aspecto tanto o más oculto, a pesar de la crueldad visible del enfrentamiento y de las balas que zumban, cuanto que las partes –gobierno y guerrilla- lo dejaron por fuera de la mesa; es decir, lo proscribieron de cualquier intercambio de posiciones susceptibles de convertirse en acuerdos. Y lo hicieron así sobre todo por exigencias del gobierno, preocupado por el hecho de impedir que se le debilite la unidad en el seno de las élites, bajo el pretexto de que él les da respiro a las fuerzas desestabilizadoras de la seguridad. (Aunque la verdad sea dicha nada de eso impidió que se le abrieran a la más furiosa oposición las huestes uribistas).

Lógicas del conflicto

En el conflicto armado concurren, según algunos teóricos, Th. Schelling por ejemplo, dos tipos de motivaciones; las mismas que siendo contradictorias sin embargo se mezclan. Las primeras son las de acabar con el otro. Las segundas son las de evitar que por dicha causa, me vaya peor, sin poder conquistar ya nada o casi nada.

No siendo posible aniquilar al enemigo, la negociación surge como la necesidad de afirmar las razones que tienen que ver con el hecho de ahorrarme unos costos irreparables, al tiempo que aseguro algunos beneficios, aunque no le inflija una derrota al que se me opone; eso sí, aceptando por otra parte que él también logre unas ganancias. Es, naturalmente, la forma de detener el viaje sin retorno hacia el conflicto total; la guerra químicamente pura; la que Clausewitz caracterizara como lógica abstracta de la guerra.

Reciprocidades positivas y negativas

Ahora, si la ciencia de la negociación consiste en incrementar la reciprocidad ya no en las acciones de distanciamiento sino en las de acercamiento, ésta que discurre en La Habana parece entrar en la mala hora de evidenciar su incapacidad no digamos ya para aumentar los encuentros mientras se disminuyen las hostilidades sino para ni siquiera impedir su escalada. Que es a lo que paradójicamente asiste el país.

Todo un efecto de espiral: otra vez los prisioneros o secuestrados en manos de la guerrilla (más exactamente, retenidos hasta ahora, mientras esperan ser devueltos a las autoridades como lo ha ofrecido esta última). Y también, por otro lado, la continuación de bombardeos sin descanso por parte del Estado contra los campamentos que sean detectados por sus servicios de inteligencia.

Es el “regreso” de las leyes de la guerra, que en rigor no han sido abandonadas en momento alguno. Es claramente su intensificación.

Efectos en la política

Se trata de esa dialéctica letal por la que camina el otro tipo de motivación; la de destruir al enemigo; al menos, la de causarle severos daños. Al poner en alza las acciones de la guerra, los enemigos-socios –gobierno y FARC- consiguen además unas repercusiones en el mundo político muy probablemente extrañas a los propios intereses que labran en la mesa de conversaciones.

Debilitándose entre sí no hacen más que bombear el combustible requerido por la oposición encabezada por el ex – presidente Uribe Vélez, empeñado en robustecer su tal “Centro Democrático Puro”, al tiempo que socava la legitimidad de un Presidente al que quiere volver cisco, según presumen los miembros de su círculo más cercano.

Uribe no tendrá pudor alguno en magnificar los hechos de la guerra, utilizando en su favor el dolor que ellos causen. No se detendrá ante ninguna norma en la ética del discurso. Ahora que entramos al año pre–electoral promoverá una guerra lingüística, ella también carente de cualquiera regularización, una especie de todo vale en lo que se debate públicamente. Ya una negociación como la que se adelanta en la capital cubana sin que su desarrollo suponga una disminución duradera de los combates, corre el riesgo de deslizarse en el fangal de unos dilemas irresolubles, de modo que su empantanamiento termine por hacer frotar las manos de felicidad a los enemigos del proceso.

Así, en caso de distensión bélica entre las partes, el gobierno le dejaría el terreno abonado a sus opositores, deseosos de señalarlo como un sujeto débil y cobarde frente al “terrorismo”, cuando éste ni siquiera hubiere abandonado las armas. Al contrario, si como es su estrategia –nada de tregua bilateral-, mantiene sobre su enemigo una presión militar gigantesca, promoverá eventualmente la escalada, de modo que el aumento en las acciones guerreras será aprovechada como demostración de que la negociación no pasará de ser una entelequia; un empeño vano.

Uribe Vélez pretenderá sacar ventaja si hay más guerra y también si esta se atenúa. Un gana – gana perfecto pero perverso. Pues hará descansar los cálculos para su utilidad no solo en el posible descrédito de Santos sino en el debilitamiento del proceso negociador; susceptible este último de caer en el estancamiento y de ser sometido a un reversazo del gobierno, después de que éste vea cómo se les esfuma el respaldo de la opinión en proporciones sensibles.

Las fragilidades del proceso

Vistas de ese modo las cosas, la salvación de un proceso de negociación, débil y lento, aunque esperanzador en materia de progreso social y cultural (un poco más de equidad y un poco menos de intolerancia), está sólo en manos de quienes precisamente se matan como enemigos; en quienes se excluyen en medio de los fuegos incandescentes de la guerra; pero a los que la historia, y solo ella, los convoca para sustituir eficazmente la lógica del aniquilamiento por la lógica de la colaboración mutua.

En razón de un juego inverosímil de carambolas sorprendentes, es la cooperación el único factor para conquistar una paz que es mal mirada por terceros. Una paz que por lo visto no pareciera merecer de los contendores el compromiso de grandes concesiones mutuas, para evitar que el conflicto armado sea la eterna tragedia sin desenlace.

Artículo publicado en: Semanario virtual Caja de Herramientas. Edición N° 00338 – Semana del 8 al 14 de Febrero de 2013. Publicado en: http://www.viva.org.co/cajavirtual/svc0338/articulo05.html

Imagen tomada de: http://www.granma.cubaweb.cu/

¿NEGOCIACIONES DE PAZ; DISCURSO DE GUERRA?

Ricardo García Duarte

Politólogo y Abogado.  Ex – Rector

Debió encajarlo como un golpe bajo el pobre Humberto De la Calle; en los límites mismos de lo permitido por el reglamento. Un sabor a metal herrumbroso tuvo que haberle refluido a la garganta. El vocero del Gobierno había trazado con diplomacia y moderación las pautas con las que ambas partes debían proceder para que la negociación fuese “digna, seria y eficaz”; por cierto, sin reclamos ni estigmatizaciones, precisamente por lo ineficaz de tal proceder.

No era posible entonces que Iván Márquez, el representante de la contraparte, se propusiera hacer todo lo contrario; a saber: desarticular cualquier conjunto de pautas aconsejables y sensatas, útiles normalmente para la aproximación en una mesa de conversaciones entre los que se juegan la vida como enemigos; ¡ah…! y que al mismo tiempo quisiera modificar el contenido de la agenda previamente acordada. ¡Todo ello de un solo plumazo!

El discurso desafiante

El discurso con el que se dejó venir el negociador de las FARC, de tonos afirmativos; eso sí, altivos; sin titubeo alguno ni sesgos en la mirada; aunque ciertamente provisto de un corte muy tradicional; carente de cualquier giro renovador; fue a la vez, una pieza de denuncia, y una reacción defensiva, una oración política elaborada con una notoria carga ideológica, que estuvo además orientada por un sentido de confrontación.

Las denuncias y la orientación ideológica se reforzaban mutuamente para un ataque al régimen y al orden económico. El sentido del discurso era el de organizar las ideas y justificar la acción en el enfrentamiento contra un enemigo, lo que apoyaba significativamente con expresiones como oligarquía o como imperio.

Al mismo tiempo el orador, exhibió una gama de recursos retóricos para rechazar el juzgamiento del que él o sus compañeros pudiesen ser objeto, bajo la justicia transicional, cuando por el contrario el que debía ser juzgado era el Estado por sus crímenes, según lo espetó, sin ninguna reserva. Esta reacción defensiva la apoyaba simultáneamente en el recurso argumentativo de la simple auto-justificación del proyecto como actor armado: “¡somos una fuerza beligerante!… somos luchadores populares, lo que nos hace acreedores al sagrado derecho natural de no ser juzgados por nuestros actos!”

En resumen, se trató de un ataque en regla contra un régimen, al que en ningún instante las FARC rebajaron de enemigo, pero cuyos voceros con los que se aprestaban a negociar permanecían a su lado esperanzados en encontrar algunas zonas de convergencia en los temas agendados para intercambiar concesiones.

En sus aposentos presidenciales, Juan Manuel Santos debió sentir frente al aparato de televisión, primero, el sofoco de la irritación y, luego, la corriente fría de la decepción, sin poder evitar el fastidio de los fantasmas burlones del uribismo.

En todo caso, si no era decepción, era algo muy parecido, lo que invadía a la opinión pública y a la conciencia de los responsables políticos, después de escuchar a Iván Márquez. Fue quizá una mezcla de desasosiego y desconcierto la que recorrió al país. La suerte de la paz quedaba cobijada por más incertidumbres de las que la rodeaban cuando Santos anunció la firma del pre-acuerdo para la terminación del conflicto. Y no era para menos.

¿Y el cambio estratégico a favor de la solución negociada?

Del largo pronunciamiento del comandante fariano se podía deducir el carácter político de su guerra o la naturaleza ideológica de su identidad, pretensión ésta que tal vez subyacía en el discurso. Todo esto podía ser cierto. Pero lo único que se esperaba con ansiedad, fue lo que no apareció. La sola cosa sobre la que cabía esperar alguna nueva claridad, no tuvo ninguna. Y ella no era otra que la idea de que las FARC comenzaban ya a convencerse de que la paz podría ser mejor negocio que la guerra, en función precisamente de los cambios estructurales por los que hay que luchar.

Ese mensaje no apareció, no digamos ya de modo explícito lo que es difícil esperarlo de cualquier grupo, sino ni siquiera de un modo cifrado o recóndito. Es casi imposible adivinarlo por lo pronto.

El problema consiste en que la experiencia histórica reciente –la comprobación empírica – enseña que no ha habido acuerdo de paz alguno con una fuerza insurgente, que no haya estado mediado por un cambio de percepción estratégica de esa naturaleza en cabeza del movimiento subversivo. Modificación subjetiva que este último puede hacer perfectamente compatible con la lógica de sus objetivos revolucionarios, los de transformación social o la conquista del poder.

Casos como el de El Salvador o Guatemala o incluso el de Irlanda, por no hablar de los precedentes en la propia Colombia, con el M-19, confirman el aserto.

Entiéndase bien: no se trata de que sea imposible firmar una paz sin este requisito, desde el punto de vista de la lógica abstracta de la negociación, pues esta enseña por su parte que si hay lugar a una dinámica inédita de concesiones sustanciosas que se afirman mutuamente entre los contendientes, es dable el hecho de que el impulso autónomo de la negociación le tuerza finalmente el cuello a la guerra; y que la lógica de la cooperación mutua se imponga sobre la del conflicto, más allá de la voluntad inicial de los enemigos que se dan cita en la mesa de conversaciones.

Sin embargo, ese no pareciera ser el caso por ahora. Las “líneas rojas” de que habla  Santos, los linderos que establecen los límites para ceder por parte del Estado, no parecieran ser tan amplios ni tan extensos como para pensar  en dinámicas sorprendentes en tal sentido. La historia de los límites que las élites colombianas se imponen en materia de concesiones y reformas tampoco es tan inédita ni tan llena de audacias como para pensar que de la lógica de la cooperación se pudiese esperar sucesos extraordinarios; una revolución por contrato, por ejemplo, graciosamente entregada por la clase dirigente o algo parecido.

De ahí que resulte tan decisivo un cambio subjetivo en las percepciones estratégicas del actor subversivo, una disminución de su animus belli en favor de la libido imperandi; o más exactamente, una disociación de ambos impulsos; en el sentido de que la voluntad del poder esté separada del ánimo de la guerra. Y es eso lo que todavía no apareció en el discurso de Iván Márquez, el discurso del escozor y las incomodidades.

En la posición de las FARC, la dificultad para el proceso no estriba en las alusiones al modelo económico o en sus críticas a las estructuras sociales; críticas y alusiones que, al contrario de lo que pudiese pensarse, en vez de ser censuradas o atajadas, debieran ser promovidas, para llevar el contexto de la negociación a los terrenos de un debate político, cuya ausencia es uno de los factores que más estimula la inclinación hacia la confrontación armada.

El discurso del retador y sus componentes internos

Los tropiezos eventuales residen más bien en la composición del discurso, en su partitura; es decir, en la lógica que engarza cada uno de sus elementos y en el equilibrio que ellos guardan.

Sus componentes básicos son, como en todo ente que se pretenda proyecto armado, 1. el campo de la política, 2. el ideológico, 3. el elemento de la reivindicación social y 4. la justificación de la acción militar.

Si la política es la búsqueda de representación y legitimidad para la disputa por el poder; si el factor ideológico está confeccionado por los marcos obligados y superiores de referencia sobre el tipo de sociedad que condicionan las respuestas del actor; y si, por otra parte, el componente social está hecho de la pasión por los pobres y la justicia; mientras el ingrediente militar da cuenta del medio con el que se desarrolla la lucha; si todo ello es así, entonces las inclinaciones de un agente subversivo – del actor que reta a un Estado desde la “insurgencia”– serán tanto más favorables a una solución negociada del conflicto, cuanto mayor significación y más peso tenga en su discurso el componente político; aquel en donde se dan la representación, la comunicación, el debate y la legitimación.

No sucederán las cosas de ese modo, si por el contrario, la fuerza de la justificación ideológica; es decir, la que le permite al actor auto-referenciarse por el marco de concepciones que defiende, tiene un mayor peso específico en el conjunto de su discurso y de su estrategia. En este último caso, la tentación del conflicto puro será mucho más grande que las virtuosas veleidades políticas. La negociación en cambio pasará a ser un accidente más en el curso de la guerra.

En otras palabras, si lo ideológico atrapa con mayor intensidad lo social y lo militar; es decir, si la auto—justificación ideológica del actor subversivo incorpora la lucha de clases, enmarcando en ésta la reivindicación social; y si finalmente la acción armada es revestida de legitimidad ideológica; es muy probable que el peso inercial a favor del conflicto sea mucho más inatajable que la tendencia hacia la cooperación mutua; dinámica esta última indispensable para una negociación exitosa.

La contaminación ideológica – militar

En consecuencia, la dificultad que entrañaría el discurso de Iván Márquez no serían precisamente sus denuncias políticas contra el sistema; sino la enrarecida polución con la que el componente ideológico-militar contamina la ambición política.

Ahora bien, la negociación es la imagen invertida de la guerra; la que se refleja en el espejo de la política. Es el principio de la no-guerra; su insinuación. Ella misma constituye el escenario para que los enemigos dentro del conflicto; en vez de matarse, discutan; y para que en vez de excluirse busquen terrenos de acercamiento.

A veces, llega a crear el margen suficiente para un impulso autónomo que acentuando la cooperación mutua, revierta la tendencia del regreso a la guerra total. En otras palabras, puede suceder que se convierta en un proceso en el que el grupo retador – el agente subversivo – llegue a un punto de inflexión en su conducta estratégica, en el que logre encontrar que la acción armada no hace parte de sus fundamentos ideológicos.

Que no pasa de ser un instrumento, utilizable o no, según unas circunstancias cambiables, en las que a veces el “adiós a las armas”; lejos de ser una rendición, es un cambio estratégico en la utilización de los medios. Una modificación de esta naturaleza y en este grado es algo difícil de producirse en una negociación; pero no imposible.

Foto tomada de la página web http://www.confidencialcolombia.com

Negociaciones: ¿justicia transicional o rendición?

Lo que el Gobierno entiende como un referente positivo para la negociación; en otras palabras, el factor que le allana las condiciones a la paz; para la guerrilla resultó ser el esperpento con el que la quieren someter. Y eso que uno y otra están en vísperas de sentarse a la mesa de conversaciones; y aún más, que el punto en cuestión es uno de los temas medulares de la Agenda.

¿Marco jurídico necesario o “adefesio” político?

El marco jurídico para la paz, conjunto de disposiciones constitucionales que contienen el sistema de justicia transicional, acaba de recibir una manifestación de rechazo; la más desapacible que quepa imaginar, de parte de las FARC.

Este tipo de justicia, instrumento político y jurídico para la reconciliación y que ha conseguido un desarrollo en su aplicación internacional sobre todo a partir de hitos como los juicios de Nuremberg y el Tratado de Roma creador en los años 90 de la Corte Penal Internacional, ha terminado por ser útil no ya únicamente para la transición que precede a la democracia, sino también para un postconflicto interno. Esto es: para que la terminación del conflicto violento sea sellada bajo la inspiración de la no-repetición de todo lo que de execrable tuvo la conflagración bélica.

Todo conflicto violento – toda guerra interna – envuelve, en la vorágine que desata, crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad; hechos todos ellos imperdonables; y sin embargo, susceptibles de resolver mediante una mezcla virtuosa, de enjuiciamientos penales, de perdón y condena, para los inculpados. Con más perdón que condena para estos últimos, o a la inversa, según el grado de proximidad de los hechos delictuosos con respecto a las razones políticas o culturales invocadas por los actores; y así mismo, según la correlación de fuerzas que circule por entre los pliegues del acuerdo. Es la política bullendo bajo las normas jurídicas; presionando su diseño, su aplicación; bajo los dictados de una de sus dos ratio centrales, en este caso la de la paz.

Precisamente en esa dirección quiso apuntar el gobierno de Santos al impulsar y hacer aprobar una Reforma de Justicia Transicional. Con buen sentido de la previsión, sin duda. Así, tendría el arsenal de reglas dispuesto para una negociación en cuyo desencadenamiento confiaba; mientras tanto dispondría por otra parte de una herramienta para neutralizar cualquiera intervención limitativa que intentaran los tribunales internacionales.

Pues bien: es contra ese marco jurídico aprobado por el Congreso, contra el que se han pronunciado las FARC en su declaración de septiembre, suscrita también por el ELN: “No es (…) dando ultimátum a la insurgencia a partir de la idea vana de que la paz sería el producto de una quimérica victoria militar del régimen, que lleve de rodillas a la insurgencia, rendida y desmovilizada, ante ese adefesio llamado marco jurídico para la paz”.

Palabras más, palabras menos, el “adefesio” de la justicia transicional tal como quedó en la Constitución no es otra  cosa, para las dos guerrillas, que la formalización de esa rendición a la que querría someterlas el Estado; razón suficiente para no admitirla de ningún modo.

¿Callejón sin salida o salidas pragmáticas?

Vistas así las cosas, el tratamiento de este tema – el de la justicia y los delitos – crucial hoy en la resolución de los conflictos violentos,  conduciría, a un callejón sin salida.  Lo cual contribuye muy poco al optimismo y a despejar efectivamente los horizontes de una solución negociada.

Incluso, no se entiende cómo las partes sacaron adelante la fase de los contactos exploratorios en los que definieron la agenda, cuando simultáneamente el Gobierno y el Congreso sacaban adelante esa misma justicia transicional que para las FARC significaba una inaceptable rendición.

Si a los ojos del grupo armado, se trataba de una cuestión que afectaba esencialmente la razón de su lucha, ¿qué ocurrió en su momento para que no se reversaran los contactos, para que nadie se levantara irreversiblemente de la mesa? ¿No se atacaron las partes al fondo del problema y simplemente lo aplazaron, consignándolo formalmente en la agenda, pero con la sombra de una contradicción irreconciliable? O en el fondo: ¿creen ambas que en la fase decisoria por venir se logre modificar el escenario y crear un marco digamos refundacional, para una nueva normatividad aceptable completamente por los grupos subversivos y otorgable libremente por las élites en el poder? La pregunta obligada respecto a esta hipótesis de trabajo, es la siguiente: ¿tienen para ello fuerza suficiente las FARC y disposición adecuada las élites?

Ni la fuerza de las unas ni la disposición de las otras parecieran materializar la sinergia y los alcances lo suficientemente avanzados como para provocar por ahora cambios radicales en el marco político y constitucional del país. Por tanto, lo más previsible en las negociaciones que se abren es el  atascamiento en el sensible punto de los delitos, pues no es evidente que las amnistías incondicionales del pasado tengan ahora fácil cabida.

Ahora bien, el hecho casi inaprehensible de que la fase exploratoria haya prosperado a pesar de que estuviera viva una contradicción tan decisiva, como la de aceptar o no alguna forma de justicia transicional, podría indicar en otro sentido que las partes tendrían la conciencia de que aun, tratándose de un amenazante diferendo; justamente por serlo, deberían sortearlo en la negociación a fin de evitar el costo mayor que va implicado en la continuación de la guerra; si es que los protagonistas del conflicto ya han llegado a la convicción básica de que dicho costo  debe ser conjurado; y puede serlo; lo que obviamente está por verse.

En tal caso, la discusión de la Agenda constituye eventualmente la oportunidad para que el rechazo a la justicia transicional, en los términos de un certificado de rendición, se mantenga apenas como una retórica del actor que no claudica, mientras pragmáticamente se aviene a un positivo arreglo que rubrique un acuerdo con honor. Los espacios por los que circularía un tal acuerdo podrían encontrarse en la propia justicia transicional del marco jurídico, a pesar de sus  manifiestas limitaciones. Son los espacios de la selectividad y la priorización de los delitos; así mismo, son los que abre el régimen de alternatividad y suspensión de penas.

Con todo, habrá un campo de negociación insoslayable. Un acuerdo que impida o limite severamente la transformación del grupo armado en movimiento político; que enrede irreparablemente las posibilidades de que Timochenko  y los otros “comandantes”  se conviertan en dirigentes políticos, no es tampoco realista, tal como dice el presidente Santos de algunas exigencias de la guerrilla. Y ni siquiera recomendable en la perspectiva de una democracia vigorosamente pluralista.

Publicado en el Semanario Virtual Caja de Herramientas. Edición N° 00323 – Semana del 5 al 11 de Octubre de 2012

Imagen tomada de la página web http://yopasolavoz.com

Santos ante la ONU: discurso, conflicto y ambigüedad

El presidente elevó la solución del conflicto colombiano a lo más alto de la burocracia internacional, que no ha resuelto ninguno. Pero su discurso deja dudas sobre hasta dónde irían las reformas.

El discurso

Ante la Asamblea General de Naciones Unidas — ese ceremonial de palabreros que se turnan sin fatiga y sin sorpresa — el presidente de Colombia – como los demás- tenía poco qué decir frente a las perplejidades del mundo, como no fuera la invitación repetida, pero poco substanciosa, a la cooperación con Haití, su programa bandera para marcar la presencia transitoria de Colombia en el Consejo de Seguridad.

O quizá tenía algo más: un lamento. Que ya es un coro mundial: el de expresar la inconformidad con una etérea comunidad internacional, incapaz de incidir en el desenlace de la resistencia que libran los opositores sirios contra el régimen de Bashar-Al-Assad; todo ello en medio de una cuasi-guerra civil, obviamente más compleja que la de Libia.

Sin embargo el previsible discurso de Santos traía incorporado un elemento diferenciador que — así ya no fuera una chiva periodística ni menos un tema internacional — permitía reafirmar sus credenciales ante el mundo y al mismo tiempo mostrar su forma de entender a Colombia.

Se trató por supuesto de las negociaciones que el gobierno está a punto de emprender con las FARC: las resonancias de la palabra “paz” coronan a quien la pronuncie con el aura de la legitimidad, si al mismo tiempo va enlazada con gestos que le proporcionen algún soporte.

Y este es el caso de las negociaciones que comienzan en Oslo: un hecho real, sin duda, cuyo propósito es alcanzar un acuerdo para terminar un conflicto armado, de modo que la paz no es solo una proclama sino además un programa.

Expresión, explicación y ejecución

Incorporar la paz en el discurso como programa, como propósito explícito, abarca tres facetas o niveles dentro del texto, por más sucinta e insípidamente diplomática que haya sido su forma. Son las facetas de la expresión, la explicación y la ejecución. O, para decirlo de otro modo: la constatación exclamativa, la contextualización comprensiva y la factualización o traducción en hechos, que corresponden a la estructura de un discurso político de esa naturaleza:

  • En el primer nivel — la faceta expresiva — el presidente da la palabra a uno de sus seguidores por twitter, de cuyo anhelo se hace eco: “¡queremos despertar un día con la noticia de un acuerdo de paz!”.
  • En el segundo nivel – donde concurren explicación y comprensión – acentúa una reorientación que lo separa aún más de las fijaciones de su antecesor Álvaro Uribe: no se trata ya de combatir al enemigo terrorista, inmoral y caprichoso; es decir, no se trata de una cruzada contra el crimen y en ausencia de un conflicto propiamente dicho. Ahora Santos habla de un conflicto interno armado.

Es como si suscribiera una categoría conceptual cuyo tono obligado es neutro, más propio del mundo académico, antes proscrito por el círculo presidencial, inclinado a la censura lingüística y moral. Y, además, cuyas derivaciones contextuales enmarcan la guerra y la violencia en el entramado social; en sus causas y correlaciones, no ya únicamente en la mala voluntad de los “terroristas”. En consecuencia, no habría solo que atacar al enemigo sino a las causas sociales que lo sustentan, de manera que al tiempo de ensayar un acuerdo con el primero se apliquen soluciones para atender las segundas.

  • El tercer nivel, donde se funden la palabra y el hecho, encuentra su expresión en que la agenda a discutir comience por el problema agrario. Es una conexión que supondría la voluntad de transformaciones por parte del Estado, como la carta principal para el arreglo del conflicto.

Ambigüedades

El discurso deja flotando una ambigüedad, no en el sentido del compromiso reformista del gobierno sino acerca de su alcance. El problema consiste en saber si Santos cree que ya está haciendo los cambios o si aún puede hacer más en materia de reformas.

La defensa de la agenda de negociación dejaría suponer que está por la segunda opción. Pero el discurso contiene enunciados que apuntan a lo contrario, a que las reformas ya están diseñadas y programadas. La Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras –“la única en el mundo”- ya está en marcha, por ejemplo.

Más aún: se trataría de solucionar un conflicto “anacrónico” e “inexplicable” dados el “desarrollo de la democracia y del progreso social”.

Pues bien: el conflicto podrá ser anacrónico, pero no inexplicable, pues Colombia ha tenido un crecimiento con desigualdad, sobre todo en el mundo rural, que abrió las puertas para la disputa más descontrolada por los recursos. De aquí que la solución negociada incluya reformas sociales de alcance considerable -algo que aún no parece estar completamente claro en el ánimo del gobierno ni de las élites sobre las cuales se apoya.

En conclusión, el discurso de Santos contiene una parte expresiva provista de una afirmación contundente en favor de la paz; lo cual supone la intervención del elemento moral con un peso considerable.

Por otro lado, incorpora en su faceta explicativa un giro fuerte y progresista en la comprensión de la situación; lo cual agrega el elemento de una orientación adecuada en la continuación, ya no de la guerra sino de la paz.

Pero contiene también una faceta, digamos pragmática: la de los hechos que siguen a las palabras, todavía llena de ambigüedades, con la cual introduce el elemento del cálculo en el proceso; en este caso a costa de la audacia política y por tanto a costa de los ajustes serios en materia de equidad.

Una inconsistencia en ese exigente tránsito de las palabras a los hechos significaría que la expresión y la explicación dentro del discurso se traducirían apenas en el acto de negociación, no así en el de transformación, lo que arrojaría todo tipo de dudas sobre la eficacia de la primera, a riesgo de convertirse solamente en conversación.

Publicado en Razón Pública.com – Edición 30 de Septiembre de 2012

Negociación entre fuegos cruzados

Toda negociación es un enfrentamiento, sólo que sin la presencia de la fuerza; aunque paradójicamente esta última se mantenga a la distancia como si fuera la sombra que proyectan los contendientes. La negociación es precisamente la operación que prescinde de la violencia activa para arreglar un diferendo. Y, sin embargo, no hay otro ejercicio pacifico en el que intervenga de un modo más permanente y decisivo esa misma violencia, pero bajo una forma potencial, no factual.

Es ella la que finalmente pone los límites a los alcances del negocio. Este, el hecho de discutir y transar, es el escenario privilegiado para que se pongan en juego la potencia del razonamiento, la convicción en el discurso y la credibilidad de la reivindicación. Aunque naturalmente cada una de las partes, que se sientan en la mesa, sepa, sin necesariamente proclamarlo a los cuatro vientos, que su mejor argumento es la violencia retenida, en la que encuentra respaldo; y que más bien pende como una amenaza que no alcanza a desatarse.

La difícil coexistencia entre guerra y negociación

Existe sin embargo una situación particular; aquella que consiste en que la violencia, lejos de ser una amenaza latente, se ha desencadenado entre las partes; por lo que la posterior negociación no es otra cosa que la tentativa para sustituir la confrontación violenta por un escenario de intercambios pacíficos desde posiciones contradictorias.

Es modificar el campo de la disputa en torno de intereses opuestos; el de las balas por el de las palabras; algo que podría suponer la suspensión del primero para que su ruido salvaje no ensordezca el campo de las segundas. O, dicho de otro modo, para que la acción violenta, desencadenada simultáneamente, no interrumpa desalentadoramente la acción comunicativa que se ensaya en la mesa de negociación.

Solo que ésta última es un ejercicio social que también deja el margen, si las partes así lo quieren, para que los dos campos –el de las balas y el de las palabras- en vez de reemplazarse se combinen; en vez de excluirse se desplieguen paralelamente, con todas las interferencias del caso; las “viciosas” del conflicto absoluto o las “virtuosas” de la cooperación.

Así, mientras los negociadores se consagran finamente a la diplomacia, los combatientes se destazan a placer o se ametrallan en medio del bombardeo o la emboscada. Que es la modalidad escogida por el gobierno de Santos y por el secretariado de las FARC para discutir las posibilidades de un “acuerdo para la terminación del conflicto armado en Colombia”.

Una modalidad de alto riesgo, sin duda. Nacida de la desconfianza, ella encierra –mezcla explosiva- dos problemas: la tentación y el peligro. La tentación de ejercer presión en la mesa de negociaciones, con la violencia en el frente de batalla; y el peligro de sus efectos perversos; esto es: el retiro de la mesa por parte de quien en esa forma quisiera responder con una presión aun mayor y definitiva: la de la ruptura.

Condiciones estratégicas y negociación sin tregua

El ensayo de negociar en medio del fuego emana sin duda de las condiciones ofensivas, tanto estratégicas como políticas que refuerzan la posición del Gobierno; no así de aquellas que acompañan a las FARC, perfiladas estas últimas más bien bajo una posición defensiva.

Arrastrado por los impulsos de su propia ofensiva estratégica; el Estado en cabeza del gobierno, encuentra más ajustada a la dinámica de su enorme y aceitado dispositivo militar, la prosecución del fuego. Es casi una cuestión que obedece al peso inercial de una ofensiva militar; que por otra parte trae aparejados éxitos ciertos y la preparación del ánimo, entre soldados y generales, para el combate contra el “enemigo terrorista”; expresión ésta que ya de suyo sufre un primer debilitamiento con la sola creación de un escenario para negociaciones en el que actúan interlocutores políticos.

Hay que recordarlo: por encima de las decisiones del poder, en situaciones como esta, sobrevuela siempre el riesgo de que el gobierno termine por enajenarse el apoyo de sectores volátiles  que pueden desprenderse de la coalición gobernante, si aquél llegare a sobrepasar ciertos umbrales en las concesiones hechas al grupo armado; sobre todo si existe al mismo tiempo un grupo con discurso altisonante, como el uribismo, que presiona contra una paz negociada.

Son estos los costos políticos con los que podría cargar el gobierno, traducibles en la pérdida de apoyos en la opinión y en los partidos; e incluso en las mismas Fuerzas Armadas.  De ahí el tono perentorio del presidente al anunciar la negociación: “….no habrá cese de hostilidades” “…. No cederemos un milímetro del territorio nacional”. Como si se tratara de un inamovible.

A las FARC, por el contrario, el repliegue estratégico a que han estado sometidas (pese a una cierta recuperación táctica) y su desconexión con la opinión, las llevarían en principio a preferir el cese al fuego en medio de las negociaciones; aunque ellas mismas no estén muy seguras de que lo cumplirían cabalmente. Por lo demás, las treguas o los ceses al fuego y las conversaciones con su enemigo, el Estado, hacen parte de sus tradiciones políticas y militares.

La eventualidad de una tregua unilateral

En cierto modo, esta continuación del choque armado, mientras se negocia, representa una desventaja estratégica para las FARC, incapaz por el momento de conseguir un paréntesis en la ofensiva militar del Estado; pues su relación de fuerzas frente a él no da para estos alcances. Así, tropieza con el hecho que el Estado queda en condiciones de presionarlas (o eso es lo que intentará) mientras no tenga la seguridad de que ese grupo estará ya en disposición de negociar la esperada terminación del conflicto armado.

Esta debilidad estratégica en la mesa de negociación comporta el peligro y la tentación de caer en acciones descontroladas para equilibrar la presión en su contra, tales como el terrorismo o los hechos temerarios. O bien, por otro lado, puede dar paso a una táctica que busque convertir la debilidad en fortaleza, profundizando aun más dicha debilidad; es decir, llevándola a un extremo en el que se propicie una modificación en los términos bajo los que se adelanta la negociación.

Esa modalidad de atrincherarse en la propia debilidad, adquiriendo paradójicamente una fortaleza en los trámites de la negociación, estaría constituida en cierto momento por una eventual “tregua unilateral” por parte de las FARC…. Así se tratare sólo de una tregua temporal y restringida a las operaciones ofensivas. De ese modo, la iniciativa militar del Estado podría encontrar su cara opuesta en una iniciativa política de su enemigo, la guerrilla, pero en la mesa de discusiones…. Bueno: es lo que, cabria esperar de una táctica de esa naturaleza en la negociación.

Publicado en el Semanario Virtual Caja de Herramientas. Edición N° 00320 – Semana del 14 al 20 de Septiembre de 2012

El regreso a la frágil negociación

Ahora que el propio Juan Manuel Santos ha confirmado la veracidad de los rumores que circulaban en torno a contactos directos entre el gobierno y las FARC; que incluso se ha surtido la información según la cual ya está concertada la iniciación de conversaciones formales en Oslo, Noruega, vale la pena preguntarse por qué ahora darían resultados unas negociaciones que en los últimos 30 años (sí: 30 años!) no han hecho más que conducir a desapacibles fracasos para todo el mundo, pero principalmente para la élites en el poder y para el Estado Mayor del grupo armado ilegal.

Las razones del pesimismo                                                                                    Foto tomada de: Confidencial Colombia

En realidad, no hay una razón poderosa que permita pensar en un cambio sustantivo en la voluntad estratégica de una de las partes, o de las dos, para superar el desencuentro estructural que les ha impedido avanzar hacia un acuerdo de paz.

Se trata de un inconveniente insoslayable que, claro, mueve a las Casandras de oficio a repetir el pronóstico sombrío de que cualquiera cosa que no sea el combate militar, llevará al desastre de más guerras o – peor – a entregarle la soberanía al terrorismo o a sus aliados vecinos; aunque por otra parte el combate militar – no abandonado en momento alguno- tampoco haya traído la solución del problema.

Es más: el propio Presidente, empeñado en el nuevo propósito, y quien debiera disponer de un fino radar para palpar las pulsiones y las reacciones de los actores en juego; una antena para detectar los más leves signos que revelaran alguna reorientación auspiciosa en la dirección de la paz; pareciera confiarlo todo, no al control de la situación y sus alternativas de escogencia, sino al albur de un golpe de suerte:

Y si nos sonara la flauta…?! ha exclamado con esa mezcla de interrogante y exclamación de quien, risueño, espera una alianza secreta con los hados del destino, ya que no es dueño de un proceso social, que por lo demás se le escapó a quienes han intervenido en él; pues desataron la guerra para hacer una política nueva, y en lugar de conquistarla, se extraviaron en los meandros del conflicto sin término.

Motivos no le faltarán al Presidente para concederle un buen margen a la suerte, amiga de la incertidumbre, pues los hechos no dan pie, en principio, para las certidumbres de una modificación en la conducta de los actores, base para una negociación seria: ni las élites se han mostrado dispuestas a ejecutar las transformaciones profundas que necesita el mundo rural, ni la guerrilla tiene decidida la deposición de las armas. No que se sepa, al menos; lo cual hace de una negociación una aventura sin puerto de llegada.

Las razones del optimismo

Y, sin embargo…. Y sin embargo, la apertura de conversaciones entre el gobierno y la guerrilla no deja de ser un hecho político de dimensiones, capaz por sí mismo de abrir las condiciones que, afianzadas paso a paso, puedan conspirar en favor de la buena suerte; es decir, de la paz.

Toda negociación, por frágil que parezca, puede abrir caminos insospechados de confianza entre las partes, si estas se avienen a enlazarse en una espiral de gestos recíprocos de cooperación. Es lo contrario de la guerra pura que por sí misma arrastra con hechos progresivos de degradación. Por su naturaleza, la negociación genera un  espacio de interacción, no reducible a una “suma cero”; es decir, a un simple “pierde/gana”. Por el contrario el “gana/gana”, es siempre una posibilidad, si se da paso al intercambio de intereses, y se aplaza la confrontación ideológica.

Es verdad que a nadie le asiste una razón poderosa para alimentar el optimismo, pero hay en cambio razones varias y pequeñas que podrían enderezar una orientación convergente entre los actores principales.

En primer término, ahora es más claro para todos que las FARC llegaron a un punto de práctica imposibilidad, no ya únicamente de tomarse el poder sino ni siquiera de consolidar el avance estratégico que hace 12 años tenían en su horizonte inmediato. Antes, tal apreciación podía ser consistente para muchos, incluidos algunos responsables del Estado, pero no para los jefes guerrilleros. Hoy podría ser, por el contrario, una percepción compartida por estos últimos, lo que ya es importante para la eventualidad de una solución política.

Por otra parte, después de un esfuerzo descomunal del Estado, con la Seguridad Democrática y El Plan Colombia, las FARC no quedaron al borde de la extinción, tampoco acéfalas; por lo que podría haberse modificado la percepción en las élites, en el sentido de no ilusionarse ya con la proximidad de una rendición.

En otras palabras: simétricamente hablando, no llegó nunca  el “fin del fin” de la guerrilla; pero también ésta última dejo de tener avances estratégicos. Fue debilitada pero no derrotada.

Si tanto en las élites gobernantes como en el grupo armado se presenta una auto-percepción acerca de sus respectivas limitaciones para la guerra, habrá siempre la posibilidad de que surjan ofertas positivas de transacción; todo ello en función de un beneficio equivalente y mutuo.

En segundo término, ha sobrevenido una postura inédita en las élites que podría modificar las rigideces del pasado en lo que atañe a los temas de orden programático. El gobierno ha impulsado la aprobación de una ley de víctimas y tierras, algo que concierne a un punto muy cercano a una vieja reivindicación por parte de las FARC; esa misma reivindicación, convertida en el lamento por haber perdido la parcela, los cerdos de corral y las gallinas, ese pequeño universo de la vida agraria y familiar, que les fue arrebatado en alguna de las tantas violencias a los campesinos-guerrilleros; y que Manuel Marulanda, el curtido Tirofijo, reclamara con evocación bucólica pero al mismo tiempo feroz en El Caguán.

Nuevas percepciones sobre sus avances y limitaciones en el orden estratégico, probablemente compartidas por el grupo armado ilegal y por el gobierno, al igual que la aparente disponibilidad para concesiones programáticas, son factores que podrían contribuir a que  le “sonara la flauta” al Presidente y, de paso, a las FARC; pues no hay negociación exitosa si a las partes no les suena la flauta en proporción comparable; es decir, si no sienten que extraen un beneficio sensible, a cambio de lo que conceden.

Artículo Publicado en Semanario Virtual Caja de Herramientas. Edición N° 00318 – Semana del 31 de Agosto al 6 de Septiembre de 2012

La Habana Connection o el alcance incierto de una negociación con las FARC

Corre un rumor –cuchicheo de voces en el que danzan por igual la ansiedad frente al secreto y la esperanza de que algo está por suceder-; que si no es cierto, de tanto circular, se convierte en la realidad que condiciona el comportamiento de los actores y su discurso; las reacciones de los terceros y sus reflexiones. Es el rumor de los contactos en curso, entre el Gobierno y las FARC; una especie de Habana Connection para el encuentro discreto entre silenciosos emisarios de los dos bandos en guerra.

Que estarían explorando alguna zona común para un acercamiento con vistas a una negociación futura. Una zona común que de conformidad con los mentados rumores estaría dada, al menos desde el punto de vista de los alzados en armas, por el “Acuerdo de San Francisco de la Sombra”, sellado entre el gobierno y las FARC en el año 2001; por allá en Los Pozos, Caquetá; por los lados de El Caguán, un lugar de reunión en el que ambas partes reconocieron explícitamente la necesidad de una solución negociada al conflicto armado.

La cooperación entre enemigos y sus estrategias

Los acercamientos entre enemigos, por más fugaces que lo parezcan, entrañan la posibilidad de una fase preliminar para el proceso de “colaboración” entre unos contendientes que, por otra parte, viven encerrados en la lógica de la destrucción mutua.

Todo conflicto armado envuelve el germen de su lógica contraria, la de la cooperación; del mismo modo como la guerra lleva aparejada la posibilidad del estado que la sustituye, el de la paz; así esta última se deje diluir durante mucho tiempo por las nieblas de la incertidumbre.

Por cargar sobre sus hombros con la condición de ser enemigos, las partes de un conflicto se dejan arrastrar por la prolongación indefinida de su lucha a muerte. Ahora bien, por no poder terminar la guerra en esos términos; es decir, por verse en la imposibilidad cada una de ellas de liquidar a la otra, surge siempre la posibilidad de un margen para el arreglo pacífico, como una alternativa para terminar la guerra sin terminar con el otro. Y mientras haya un margen, existirán las posibilidades para que nazca la tentación de una solución política.

El problema consiste en que dicha tentación ha de ser mutua para que abra espacios de cooperación. Si es por el contrario unilateral; si una sola de las partes da demostraciones de querer el arreglo, puede provocar el efecto contrario: el de la prolongación del conflicto en razón de la percepción de la contraparte, que verá en todo ello muestras de debilidad en el enemigo.

Además de mutua, la tentación deberá estar asociada con un horizonte de ganancias para las dos partes y no apenas para una de ellas. Unas ganancias tales que compensen el costo de abandonar las armas, de dejar la guerra. Y que además sean percibidas como si tuvieran un valor potencialmente comparable al de las ganancias de su enemigo; aunque las concesiones pertenezcan a un orden distinto de cosas. Por ejemplo, un bando puede renunciar a sus pretensiones en el mundo de las reivindicaciones económicas y sociales, si percibe que obtendrá ganancias en el mundo de la representación política. En todo caso, este horizonte de ganancias mutuas debe estar presente desde el comienzo en cualquier eventual negociación.

Como lo anotaba, tal vez Elster, en alguna de sus obras, todo actor social mientras goce de una razonable racionalidad va a actuar frente a los demás, obrando como el jugador de ajedrez; es decir, calculando sus futuras jugadas y las de su contrincante; y en ese cuadro quedarán integradas las posibles concesiones que se hagan los enemigos entre sí, antes de firmar la paz.

Entre la cooperación y las concesiones de fondo

De las limitaciones que cada uno de ellos exhiba para hacer concesiones finales, depende el alcance de los procesos de cooperación mutua que se abran durante los acercamientos y las probables negociaciones. De si, por ejemplo, el Establecimiento está en condiciones de hacer concesiones en materia de transformación agraria; o de si las FARC lo están para el abandono serio de prácticas delincuenciales como el secuestro.

En otras palabras, un proceso de acercamiento debe contar como base con una ilación de consistencia entre los primeros pasos y las propias expectativas en materia de concesiones de fondo. Cada una de las partes debe tener claro, desde el inicio, cuáles son los límites de su capacidad para ceder a las aspiraciones del otro.

Se trata pues de un asunto de estrategias de congruencia entre los pasos dados y las expectativas guardadas. Dicho de otro modo: hacen falta estrategias mutuas de cooperación pero, además, estrategias de congruencia en las expectativas levantadas por cada uno de los contendientes.

Quizá la falla esencial en los procesos anteriores de acercamientos entre el Estado y las FARC –desde La Uribe en los años 80 hasta El Caguán, tiempo después, pasando por Tlaxcala y Caracas-, no fue otra que la brecha manifiesta entre las estrategias de cooperación y las estrategias de congruencia respecto de las expectativas creadas en materia de concesiones de fondo. Digámoslo así: entre las treguas, las zonas de distensión y las conversaciones (estrategias de cooperación); y las posibilidades de transformación agraria o redistribución del poder, o también abandono radical de las armas y del narcotráfico (estrategias de concesiones de fondo).

El divorcio entre las estrategias de cooperación y las estrategias de congruencia con las expectativas de cada uno de los contendientes, condujo siempre al fracaso estruendoso de las negociaciones de paz y a su desprestigio. Dio lugar, por otra parte, al recrudecimiento de los odios y de la guerra. El retorno probable a un ciclo de acercamientos; es decir, de cooperación, después de una década consagrada al ciclo de la solución militar, tendrá que contar con ajustes de consistencia entre dichos contactos y el nivel de las concesiones que están dispuestos a admitir las dos partes del conflicto.

Iniciar procesos de acercamiento con estrategias de cooperación, sin enderezar mutuamente el alcance de las concesiones previsibles, conduce las cosas otra vez al naufragio de cualquier negociación. Las posibilidades de esta última quedarán ahogadas en medio de los juegos de guerra y de sangre, a los que normalmente se entregan los protagonistas del conflicto, empujados por el deseo de conquistar más fuerza sobre el terreno o por la lógica de escalada, tan propia de toda guerra.

Edición N° 00315 – Semana del 10 al 16 de Agosto de 2012

El Cauca o la nueva guerra de los hostigamientos

Por Ricardo García Duarte

El Cauca, ése viejo Estado federal habitado por las aristocracias republicanas que en la Colonia fuera santuario de las haciendas esclavistas, y que después se convirtiera en Departamento con enormes desigualdades en el campo es hoy el teatro de una nueva fase militar en el conflicto armado.

En él se desarrolla con cierta intensidad una guerra de hostigamientos por parte de las FARC contra las unidades militares y policiales o contra las instalaciones que en su zona de influencia hacen parte de las infraestructuras en comunicaciones.

Con sus ataques, las compañías de guerrilleros han golpeado por supuesto a una población civil que se avecinda por necesidades ineludibles de vida con los cuarteles de la Policía y que ha visto cómo caen víctimas inocentes o como resultan destruidas sus casas y además los inmuebles públicos; algo que ha terminado por despertar el rechazo y la rebeldía pacífica de las comunidades indígenas, a fin de pedir, no sin alguna razón, que los “actores armados” se retiren de sus territorios. Sin ningún eco receptivo entre ellos naturalmente.

Pues en los puros cálculos de la guerra es allí en donde se están definiendo los nuevos términos del equilibrio militar entre la guerrilla comunista y el Estado empeñado en acabarla, pero invadido ya por un síndrome de “saturación ofensiva”; sin haber podido dar el salto definitivo a la etapa en que pudiese desarticular las filas de su enemigo.

Ataques guerrilleros in crescendo

Los avances de guerra traducibles en cambios estratégicos, parecieran quedar registrados en la persistencia de los ataques guerrilleros que, de manera sostenida, han crecido desde mediados de la década pasada en dos zonas del departamento, la del norte que incluye municipios como: Miranda, Corinto, Caloto o Toribio y Jambaló y otra más al sur, la de Argelia.

Los ataques – numerosos, continuos – se han basado en la colocación criminal de artefactos explosivos o en los asaltos con descargas nutridas de metralla o en los combates frontales, incluso en las emboscadas; todo lo cual constituye un conjunto de acciones, cuyo carácter cabe en la categoría de hostigamientos: por su tamaño, por el peso que representan en las estructuras generales de la guerrilla y por su duración.

No son acciones masivas de guerra ni combates prolongados, tampoco son tomas dirigidas contra algún objetivo que impliquen un nuevo control territorial sobre una posición arrebatada al enemigo.

Son más bien hostigamientos contra las posiciones militares del Estado en la zona; un tipo de acción que por cierto define la naturaleza de las guerrillas: estas se autoconstruyen como estructuras militares para el hostigamiento de un enemigo mucho más fuerte, antes de que éste experimente una erosión política y  material, tan seria que el retador conquiste la franquicia para pasar a una  confrontación entre verdaderos ejércitos.

Es una pura campaña de acumulación de fuerzas por vía negativa; es decir, por la vía de debilitar al otro, al que se ha declarado como enemigo, determinando su desgaste. Se trata de un desgaste ajeno que se pueda trasformar en recuperación propia.

Los múltiples ataques de las FARC en El Cauca engloban una operación de hostigamiento con la que se busca que las fuerzas del Estado se desesperen y pierdan su confianza, al tiempo que las de la guerrilla  re-acumulan energías dentro de un escenario regional. Es algo que queda patentado con el nuevo potencial alcanzado por los Frentes sexto y sesenta, y  también por los movimientos de la columna móvil Jacobo Arenas.

Con el trabajo de desgaste (es un decir puesto que se trata de operativos militares), se pretende desmoralizar al que está en la trinchera de enfrente, mediante la táctica guerrillera de atacar y replegarse, sin ofrecer un blanco fácil, cuando las fuerzas oficiales respondan.

El hostigamiento guerrillero como “defensa activa”

El hostigamiento, palabra que también nace de la raíz hostis, la de hostilidad, o enemistad irreconciliable, no da descanso al “enemigo” por más superioridad que éste revele en el terreno. Lo obliga a ocuparse en ejecutar operativos meramente defensivos, con lo que el grupo armado consigue un control negativo de orden territorial, pues no permite que su enemigo – el Estado –  consolide el suyo, evidenciando así la porosidad del propio control de carácter local que este último ejerce positivamente en los espacios físicos y sociales.

Ahora bien, los ataques de las FARC,  vienen desde mediados de la década pasada, cuando el entonces presidente Uribe Vélez tuvo que desplazarse al Cauca a tratar in situ los temas de seguridad y a prometer un número mayor de unidades militares para hacer frente a la crisis de orden público. Desde entonces no han hecho sino crecer los operativos de hostigamiento por parte de las FARC. Lo cual quiere decir que esta táctica (seguramente inscrita en un nuevo plan de guerra) comenzó en los momentos más agudos de una ofensiva general por parte de las Fuerzas Armadas, que fuera desplegada al amparo de la Seguridad Democrática y bajo los auspicios del Plan Colombia.

Ha sido una ofensiva de enormes proporciones que además de destruir estructuras guerrilleras como la del Bloque Caribe y de desalojar a los Frentes que merodeaban cerca de la Capital de la República, le propinó serios reveses a una Bloque de tanta significación como el Oriental. Y a la propia dirección nacional del grupo ilegal. Una ofensiva que incluso eliminó a Cano comandante superior de la organización armada, quien tenía a su cargo el Bloque Central, otra estructura debilitada.

Pero, que a todas luces no pudo hacer lo mismo con el Bloque Occidental, de menor peso específico en el pasado, ahora repotenciado sin embargo  como factor de reagrupamiento después de los retrocesos experimentados por la organización en otras partes. Un bloque, implantado por  cierto en unos lugares dotados de ventajas estratégicas evidentes desde el punto de vista de la geografía; nudosa, selvática y montañosa; de la narco-economía, por sus cercanías con el Pacífico; y de las conexiones con otros bolsones militares de la guerrilla localizados en el Tolima o el Huila, por corredores explorados desde los tiempos remotos de Tirofijo y su hermano, al mando de un puñado de hombres armados, venidos desde la Cordillera Central. Es este Bloque el que ha llegado a ser plataforma para la nueva guerra de hostigamientos, respuesta ésta, de orden táctico, que ha surgido en medio de la retirada estratégica del grupo armado ilegal, a raíz de la iniciativa retomada por el Estado en los últimos 10 años.

Lo cual enseña que las guerrillas de las FARC nunca perdieron su capacidad de respuesta militar, en medio de su repliegue estratégico. Así mismo, es una demostración de que las élites políticas se creyeron  su propio discurso, en el sentido de que ya habían arrinconado a los guerrilleros en unas madrigueras de las que no estaban en condiciones de escapar, forzados como fieras de monte a escasamente sobrevivir.

El hostigamiento es la acción bélica por la que el estado defensivo de un aparato armado adquiere visos de ejercicio ofensivo; una especie de defensa activa, según lo expresara Mao Tse Tung, un guerrillero extremoso pero calculador y exitoso, para quien la guerrilla no tendría razón de ser sin poner en práctica esa suerte de plan táctico.

El problema consiste en el hecho que el Estado quiso no sólo quebrar la ofensiva estratégica de las FARC, lo que logró, sino también su capacidad de hostilizar tácticamente, lo que definitivamente quedó frustrado como propósito, tal como lo demuestra el potencial de hostigamiento guerrillero en el Cauca. Un departamento desgarrado por la pobreza campesina, ahora convertido en teatro emergente de una “guerra de guerrillas”, capaz de prolongar un conflicto, cuya solución sigue resintiendo la ausencia de unas élites dotadas con la decisión y el empuje suficientes para emprender el proyecto de un arreglo, que no se limite a cifrar sus esperanzas sin término en una derrota militar infringida a unas guerrillas que, por otra parte exhiben una capacidad inverosímil para el reclutamiento de nuevos efectivos.

Publicado en el Semanario Virtual Caja de Herramientas. Edición N° 00312 – Semana del 20 al 26 de Julio de 2012